La paliza que mantiene aún una semana después a un joven debatiéndose entre la vida y la muerte ha vuelto a demostrar la necesidad de aumentar las medidas de seguridad en las zonas de copas. Burgos no se puede permitir que todas las noches de fin de semana los altercados se multipliquen y se conviertan en algo habitual y asumido, hasta que a alguien se le va la mano y el asunto vuelve a estremecer a los ciudadanos por su brutalidad. Es entonces cuando se reabren viejos debates sobre la necesidad de aumentar la vigilancia en esas zonas; se discute acerca de la administración competente para poner coto a esta situación y se vuelve a poner de manifiesto la conveniencia de instalar cámaras de seguridad que disuadan a los que salen a la calle con la única intención de armarla. Pasó con Aitor del Álamo y antes con Jonathan Gómez e Iván Herrero. Con cada uno de ellos se repitió este mismo esquema: la consternación por los hechos dio paso a un movimiento ciudadano de repulsa que provocó que los responsables policiales aumentaran la vigilancia en las zonas de ocio. Hasta que el paso del tiempo se encargó de aplacar el malestar inicial y la situación volvió a su estado original. Y vuelta a empezar.

El problema es que la acumulación de casos desgraciados está dando la razón a los que aseguraban que no eran hechos puntuales, sino la constatación de que el problema es mucho más grave de lo que parece. Y lo que más rasga el alma es lo gratuito de esta violencia. La historia nos demuestra que en Burgos, como en todos los lugares, ha habido peleas, agresiones y asesinatos, pero siempre con una motivación -no digo justificación- previa. Podían ser los celos, la envidia, el dinero o la pasión los desencadenantes, pero nunca como ahora había quedado tanta sensación de vacío al intentar desentrañar qué puede provocar esos comportamientos tan irracionales.

La educación, sin duda, es el elemento clave para explicar esta espiral de violencia, pero también el ejemplo que estamos dando a una juventud que parece más nihilista que nunca y que permanece embriagada y aturdida por la cultura del mínimo esfuerzo y el nulo reproche. 

¿Y qué hacen las administraciones públicas para tratar de solucionar este problema? Lisa y llanamente mirar hacia otro lado hasta que no queda más remedio porque el asunto les salpica. El espectáculo que están dando Ayuntamiento y Subdelegación del Gobierno en el tema de las cámaras es sencillamente intolerable, tratando de pasarse la pelota y la responsabilidad entre ellas, en vez de convocar una reunión para ir de la mano en este asunto. Y no únicamente por ética, sino también por estética.

Llevamos ya 10 años mareando la perdiz con la videovigilancia. Cuando, a comienzos de la década, varios episodios de violencia coincidieron con una alarmante escasez de efectivos de la Policía Nacional, el equipo de Gobierno de Olivares, con Fernández Santos como concejal de Seguridad Ciudadana, ya comenzó a plantearlo, encontrándose en aquel entonces de una Subdelegación (la que tiene competencias en la materia, no se olvide) en la que gobernaba el PP y que no lo creía conveniente. Diez años más tarde, las tornas políticas han cambiado, pero la situación solo se ha mudado a otra zona de copas. Las instituciones siguen sin comprender que este ya no es un problema político sino social, y mientras los ciudadanos no entienden por qué la instalación de estos dispositivos sería tan sencilla si, por ejemplo, la catedral sufriera unas cuantas pintadas y es tan complicada cuando los hechos demuestran que son las vidas humanas de unos cuantos jóvenes las que están en riesgo. ¿Es que es una cuestión de estadística y hacen falta más agresiones con un desenlace fatídico para actuar? Si es así, digan al menos cuántas para saber a qué atenernos.


FUENTE: www.diariodeburgos.es