Su existencia depende de evitar que el delito entre en las vidas ajenas. De pasar noches en vilo para que los demás duerman tranquilos. O el día mientras cada quien se centra en sus ocupaciones. De exponer su integridad para cuidar ese lindero entre la vida y la muerte.

Los vigilantes de cuadra, llamados comunitarios, tienen que vérselas de frente y casi que a diario con la dama de negro. Casi todos han sentido alguna vez el frío mortal de un arma en su cabeza, mientras delincuentes roban un carro o fletean. O les disparan amenazas que les quitan el sueño aún después del trasnocho.

Cada amanecer o atardecer, salen de sus casas en zonas de ladera como Siloé, Los Chorros o Alto Menga, o del Distrito de Aguablanca como Petecuy o Mojica, a cuidar sectores de Santa Mónica, La Flora, el Oeste o Ciudad Jardín. Otro mundo.

Como don Jorge Gómez Heredia, que a las 3:00 de la mañana está en pie si tiene turno de día. Clareando baja en bicicleta a Vipasa, donde labora hace doce años, tras ‘heredarle’ a su hijo una cuadra en El Lido. Se apresura a recibir el turno a José Fernando Berrío a las 5:30 a.m. Él sabe lo que es estar cansado y trasnochado.

Después de escuchar el reporte de su colega y revisar, empieza a rondar la Calle 36 Norte con Av. 3 Norte, cuadra modelo en el programa Vigilantes Comunitarios. Él y Berrío reciben uniforme, salario mínimo, tienen EPS, ARP, primas, cesantías e intereses de cesantías, tienen garita con baño y un turnero para los domingos.

Tanta maravilla se le debe a Clara Inés de Salgado, coordinadora del frente de seguridad de su cuadra y quien hace 30 años administra ‘ad honorem’ la cuota, hoy de $80.000, que cada vecino aporta al mes y lleva las planillas de pago para garantizar el bienestar de los celadores.

La Policía Comunitaria de la Metropolitana de Cali busca dignificar y mejorar la calidad de vida de los vigilantes mediante el programa Escuelas de Seguridad Ciudadana Promotores de Vida, que coordina el sargento Rodrigo Percy Valencia, un policía que por donde pasa, los celadores lo rodean y saludan. Él se ha preocupado por darles capacitación y hacer campañas de sensibilización para que la comunidad aprenda a valorar este trabajo y a ser solidarios con ellos.

“Ellos son patrimonio de la cuadra y garantía de seguridad y honestidad porque llevan muchos años vigilando el mismo sector”, dice el sargento Percy. Como José del Carmen Gómez, que lleva 44 años de su vida cuidando Cali. Empezó en Prados del Norte “cuando todavía no estaba ni la Terminal”. Hoy vigila la Calle 8A con Cra. 45, en Nuevo Tequendama, pero aún lo llaman de El Lido o de Champagñat para dejarle las llaves de las casas cuando los dueños se van de viaje.

Hay barrios hasta con 80 celadores porque los frentes de seguridad están organizados, tienen doliente. Pero no falta el vecino poco solidario, que no aporta, pero apenas lo roban es el primero en echarle la culpa al vigilante. Como el día que llegó un carro a una oficina, desde el balcón los dueños les tiraron las llaves, y adentro, los supuestos ‘clientes’ los encañonaron y los robaron. “Ahí sí gritaban ‘vigilante, vigilante”, cuenta uno de ellos.

Ferney Lozada, arrendatario, como casi todos sus colegas, baja de Alto Menga a El Bosque, donde una cuadra tiene seis casas y si todos no aportan, “toca extenderse para sacar el mínimo”, dice dando su pitazo con ‘ring tone’ de tren.

Deben tener ojo de águila. Como Gerley Gutiérrez, que trabaja en forma “articulada” con agentes del Plan Cuadrante, a los que les lleva una rigurosa minuta. Y ronda siempre en su bicicleta ‘engallada’ con grabadora, bocina, cadena y un águila sintética al frente del manubrio, símbolo de que no se le escapa ninguna presa.

Gutiérrez, quien “arrancaba yucas en el Quindío” antes de vivir de arrendo en el barrio El Vagón, Menga, es uno de tantos desplazados que deviene en vigía, la única ocupación que les ofrece la gran ciudad. Más él, reservista de primera y ex dragoneante del Ejército, que pese a su baja estatura, se enfrenta a forajidos ladrones.

Son desplazados del sector de la construcción o jardineros que se quedaron sin trabajo. O sin parcela como los que vienen de Caldono o Morales, Cauca; del Eje Cafetero... O de Alto Ariare, Meta, como Jaime Antonio Vega, quien debió salir de su finca de 45 hectáreas en los Llanos Orientales por presiones de guerrilla y paramilitares y venir a vivir en una pieza en Tierra Alta, Siloé.

Hace dos años intentó regresar, pero habían quemado la casa y acabaron los cafetales para sembrar coca y marihuana. Y como “ya no se puede entrar allá”, debió resignarse a seguir cuidando la vida y honra de los vecinos del barrio El Lido.

Con tecnología a bordo

En barrios con frentes de seguridad, los vigilantes cuentan con alarma comunitaria y botón de pánico digital para activar en caso de urgencia. “Y la línea gratuita 156 de la Red de Cooperantes de la Policía y del Gobierno Nacional para pedir apoyo vía celular así no tenga minutos”, dice Jaír Castaño, presidente de la Asociación de Vigilantes Comunitarios de la Comuna 2.

La Escuela de Seguridad Ciudadana les enseña desde relaciones personales y así no entren en conflicto con la ciudadanía. “El vigilante comunitario o promotor de vida ya no va de ruana, sombrero y machete, sino de uniforme y bastón de mando; no lleva armas porque incurriría en lesiones personales, sino que llama a la patrulla”, advierte el sargento Percy.

Se les instruye en seguridad ciudadana y ‘modus operandi’ de los delincuentes. “Nos enseñan a desconfiar de esas damas tan atractivas que nos distraen mientras otros saquean una casa, como le pasó a un colega en La Flora”, dice José Gómez H.

“El apoyo que nos brinda la Policía en capacitación es importante, nos enseñan hasta psicología para sospechosos; lo que aprendí aquí no lo aprendí ni en seguridad privada”, anota César Tulio Rendón.

También aprenden urbanidad, a portar el uniforme para que no los miren como mendigos. “No se cambien por un plato de comida mientras sus familias aguantan hambre en la casa, sino que vivan en forma digna”, les aconseja Percy.

Y les advierte que el vigilante no es para hacer mandados, ni sacar el perro al parque, ni para lavar carros ni podar jardines. “Es alguien en constante observación, es el ojo de la cuadra”.

Como Hermenegildo Valencia, quien hace ocho años viene desde Yumbo, donde vive, para cuidar en la Av. 4 Norte con 43, en La Flora. Él ha estado tres veces encañonado, una de las cuales se voló.

No tuvo esa suerte un colega de Vipasa que evitó un robo y lo mataron a los ocho días. Otro de La Flora recibió la puñalada mortal al interceder en una pelea entre un jardinero y un vendedor ambulante. “No hay que hacerse el héroe, sino llamar a la Policía”, aconseja Luis Alfonso Guaical.

“Necesitamos la solidaridad de los vecinos, que no lo dejen morir a uno, que no siempre esperen ayuda, que también la den y el CAI móvil haga más rondas”, es el clamor de todos. Y reclaman que “si el Gobierno con ese presupuesto que se gastó en los Guardas Cívicos nos hubieran dado bicicletas, radios, uniformes, habría más seguridad”, dice Jaír Castaño.

Es más. La Superintendencia de Vigilancia Privada les exigía asociarse en cooperativas, cuyas pólizas y trámites costaban $300 millones. “Si yo tuviera toda esa plata no sería vigilante”, le increpó uno de ellos al funcionario de turno. Aún así, cumplen con amor su oficio. Como dice Parménides Piedrahíta, de Nuevo Tequendama: “Lo más bonito de ser vigilante es ser pobre, pero honrado”.

FUENTE: www.elpais.com.co