El recóndito enclave despierta el interés de la India por su valor para vigilar las turbulentas aguas donde faenan los pesqueros vascos
El bandidaje del Índico refuerza el papel estratégico de dos islotes entre Mauricio y Seychelles
Ni la protección de una flota de guerra europea, la 'operación Atalanta', ni la seguridad privada contratada por los armadores han puesto fin al hostigamiento de los piratas a los atuneros que faenan en el Índico. Cuando amainan los monzones, los bandidos atacan a los pesqueros cada vez más lejos de las costas de Somalia y de Kenia, y ni siquiera las aguas del archipiélago de Seychelles ofrecen ya un refugio seguro. La inestabilidad del Cuerno de África ha obligado a algunas potencias ribereñas del Índico a desviar su atención hacia un enclave que se encuentra a mitad de camino entre las Seychelles y las islas Mauricio, desde el cual es posible proteger la ruta que se dirige al estrecho de Ormuz y el golfo de Aden desde la India y la que procede del sur de África. Son dos islotes coralinos de 12,5 y 7 kilómetros de longitud, respectivamente, que están separados por un estrecho de 2,2 kilómetros. Tienen forma alargada y figuran en los mapas con la denominación de Agalega, un nombre que recibieron, según la hipótesis más probable y documentada, porque fueron descubiertas en 1501 por el navegante Joao da Nova, apodado 'Juan el Gallego'.
Nacido en Maceda (Orense) en 1466, el marino sirvió a la corona de Portugal e hizo su minúsculo descubrimiento durante un viaje a la India. Nadie se acordaba de él ni de sus islas hasta que el bandidaje somalí ha vuelto a buscar presas fáciles entre los mercantes y los petroleros, sus piezas más codiciadas, y entre los pesqueros de altura de Galicia y el País Vasco.
Agalega, integrada en la República de Mauricio, fue ocupada sucesivamente por franceses e ingleses en el XIX, y está habitada en la actualidad por unos trescientos habitantes de confesión católica que hablan criollo mauriciano (mezcla de francés y africano). A pesar de su exiguo tamaño, esa comunidad perdida en medio del mar, que tiene que importar todos los artículos que necesita, despierta desde hace tres décadas el interés de la India, país que se ha ofrecido a colaborar con Mauricio en todo lo relacionado con su población. A esa potencia no le mueve la generosidad, sino la geografía, pues, según escribe el periodista Juan Carlos Rey en la revista de la Sociedad Geográfica Española, Agalega es «un lugar estratégico para asegurar, vigilar y controlar el tráfico marítimo, la piratería y cualquier amenaza que pudiera venir de esta parte del Océano Índico».
Mucho antes de que ese recóndito enclave fuera avistado por 'Juan el Gallego', ya era conocido posiblemente por los navegantes musulmanes y malayos, aunque estaba deshabitado. Los dos primeros pobladores de los que se tiene noticia son dos individuos que naufragaron allí en 1806, y cuyos esqueletos fueron hallados en 1808, cuando Francia organizó el primer asentamiento. Uno de los cuerpos era el de un corsario llamado Robert Dufour, que dejó una botella en la que aparecieron varios escritos de su puño y letra. Si aquel hombre intentó llamar la atención de algún barco con señales, fracasó con toda seguridad, pues el punto más alto de Agalega apenas se eleva diez metros sobre el nivel del mar. Es una modesta duna cubierta de vegetación conocida como Emmerez, en memoria, precisamente, del segundo náufrago que recaló en aquel paraje: Adelaida de Emmerez, que había huido de Mauricio en la goleta del corsario, a pesar de la oposición de su madre.
Veinticinco latigazos
La capital administrativa de Agalega, 'Village Vingt-cinq', está situada en la isla norte, en la que cada seis meses fondean navíos cargados de provisiones que proceden de Mauricio. La denominación de 'Vingt-cinq' alude a los 25 latigazos con los que se castigaba a los esclavos, a quienes ataban de pies y manos a una columna antes de azotarles la espalda. Hoy, sin embargo, la antigua colonia es un mundo idílico, un ecosistema coralino sin contaminar, en el que las relaciones comerciales estuvieron regidas por el trueque hasta 2002, cuando fue introducida la rupia mauriciana.
Agalega sólo comercializa ahora aceite de coco, pero antaño tuvo factorías de copra y guano. En los tiempos de mayor prosperidad, en 1832, estaba habitada por un reducido número de franceses y unos doscientos esclavos, en su mayoría procedentes de la vecina Madagascar. De ese cóctel étnico descienden los pobladores actuales (también hay europeos, indios y chinos), que se autodenominan 'ilois' y 'agaleans'.
Aunque la vida de los esclavos era inhumana en Agalega durante el XIX, el trato que les dispensaron los blancos fue menos riguroso que en otros territorios coloniales. El administrador Augusto Le Duc, que gobernó la colonia entre 1827 y 1839, ayudó a preservar la paz social al instaurar una variante peculiar de la poliandria (una mujer emparejada con varios hombres). El sistema pretendía paliar los inconvenientes causados por la desproporción entre la población masculina y femenina y se basaba en un acuerdo entre los varones que tenían pareja y los que carecían ella, de tal manera que los primeros buscaban el beneplácito de sus esposas para 'adoptar' a un soltero y formar lo que en la práctica era un trío.
El nuevo miembro de la familia recibía el apelativo de 'noir bonsoir'; y en correspondencia llamaba a los otros dos 'mi hermano' y 'mi hermana', si bien su cometido real era turnarse con el marido oficial para cohabitar con la mujer en periodos alternos de siete días. Aunque el soltero permanecía en su residencia habitual, tenía que acarrear agua y leña para los otros dos y cuidaba de los animales domésticos. Ella, entre tanto, se mudaba cada semana de la vivienda de su esposo a la del otro varón y viceversa, aunque, conforme a los patrones machistas de la época, siempre preparaba la comida al hombre que se quedaba solo. «Gracias a este acuerdo -escribió el comandante Laplace en 1837- todas las partes contratantes (sic) están satisfechas, pues raramente hay disensiones».
El aparente éxito de esa fórmula quizá se explica porque el catolicismo no llegó a Agalega hasta finales del XIX. El primer misionero, Víctor Malaval, se instaló en 1897 y construyó una capilla en la isla sur. La evangelización no ha impedido que los lugareños estén orgullosos de sus costumbres y de su estilo de vida, que «no se mide por el reloj», según Juan Carlos Rey, y que sólo se ve alterado con la llegada semestral de los barcos de Mauricio. Los piratas somalíes todavía no han tomado posesión de sus aguas cristalinas.
FUENTE: www.elcorreo.com