La ola de inseguridad que estremece a Guatemala tiene ramificaciones que van más allá de la tenebrosa estadística que nos coloca como uno de los países más violentos del mundo, donde, en promedio, pierden la vida cada día unas 16 personas. Pero esa es apenas una de las más dolorosas expresiones de la violencia que azota a toda la República, pues hay muchas otras en las que la vida de los ciudadanos se ha visto afectada.

En un amplio estudio que presentó en el 2005 el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) se enumeraban precisamente las cinco grandes áreas donde la violencia tiene mayor impacto: pérdidas en salud, costos institucionales, gastos en seguridad privada, clima de inversión y pérdidas materiales, y de acuerdo con esa clasificación se calculó que para ese año los costos de la violencia en Guatemala habían alcanzado un monto aproximado de US$2 mil 386.7 millones —unos Q18 mil 735.6 millones—.

Esos costos representaban nada menos que más del doble de las erogaciones aprobadas para los ministerios de Salud, Educación y Gobernación juntos, algo que todavía hoy sigue teniendo un costo demasiado elevado, no solo para el Estado sino para los mismos habitantes, que ahora también deben destinar una buena parte de sus ingresos a paliar ataques de los antisociales, que han hecho de la inseguridad un modelo de mal vivir que ha tenido efectos nocivos en lo emocional y en lo sicológico para miles de personas afectadas.

Los daños colaterales son los que siempre terminan siendo más nefastos de lo imaginado, como puede comprobarse al evaluar el costo real que tiene la protección de personas y negocios particulares por el solo hecho de temer ser víctima de un acto delictivo. El mismo estudio de las Naciones Unidas calcula en US$289 millones el gasto anual de los hogares en diversos productos y servicios de seguridad: ello representa casi un 30 por ciento de su presupuesto total de gastos.

Asimismo, hay un costo oculto, a menudo difícil de cuantificar, pero que se paga mientras haya agresiones de la violencia, y ese el de las pérdidas materiales, que en el país ya equivale casi a 1 por ciento del producto interno bruto, lo cual evidencia la necesidad impostergable de establecer una política de seguridad ciudadana democrática que implemente estrategias para reducir los costos de prevención, pero también aquellos derivados de ser víctimas de un hecho delictivo.

Por otra parte, es interesante la reflexión que plantean algunos candidatos a la Presidencia acerca de que la actual ola de inseguridad, con todo y su cauda dolorosa, representa una jugosa tentación para quienes poseen empresas cuyo auge radica precisamente en ese desorden causado por el temor y la psicosis.

Además, se hace necesario recordar que aunque la seguridad privada es una potestad conferida por el Estado a ciertas compañías, es una obligación constitucional garantizar la vida de los ciudadanos, lo cual representa, ni más ni menos, un pago adicional que los ciudadanos deben hacer ante la creciente incapacidad del Estado de brindar un mínimo de seguridad a la población.

FUENTE: www.prensalibre.com