Un hombre uniformado de 1,90 vigila la entrada panadería en el norte de la capital costarricense. No sonríe, no se mueve. Tiene la actitud de un guardia suizo, pero sostiene un fusil y viste camisa gris con pantalón negro tipo cargo, con el inevitable chaleco antibalas y un sistema de comunicación que podría activar en segundos todo un dispositivo de seguridad privada. Deja ver una estrella de apariencia metálica que dice “security officer”, así, en inglés. Se llama Mario Mitchell y fue policía cuatro años antes de ser reclutado por una empresa particular durante el boom de este negocio. Ha servido de custodio en un banco, un hotel y una joyería, pero hace cinco meses se sorprendió al conocer su nueva localización: una pequeña panadería de cinco empleados. A otro amigo suyo le asignaron vigilar una tienda de ropa infantil.

Cualquiera pasa por esa calle y ve vigilantes en la puerta de los locales comerciales que, se supone, procuran estar seguros y parecerlo, aunque no siempre lo logren. “Yo prefiero venir sola a comprar el pan. No me gusta que mi hijo, de seis años, tenga que venir y ver una especie de soldados cuidando que nadie se robe los tosteles (la repostería). Por eso el pan está más caro”, dice Marta Obando con la contundencia de quien ha discutido ya sobre el tema hasta con el dueño de la panadería, un hombre tímido y bajito que apenas se atreve a dar un dato valioso: nunca lo han asaltado a él ni a su negocio, pero le tiene pavor a la posibilidad de que eso ocurra en esta calle repleta de rejas.

El miedo a los crímenes cunde en el país menos problemático de Centroamérica, el único país de la región que se escapa de la etiqueta de “pobre” y que se vende en el exterior como “el más feliz del mundo”. Su tasa de homicidios es 11 por cada 100.000 habitantes, un tercio de la de Panamá, un octavo de la de Honduras y la sexta parte de la salvadoreña, pero el temor tampoco es infundado, pues hace solo diez años, apenas diez años, la cantidad de asesinatos era un tercio de lo que es ahora. La violencia crece mucho en una sociedad acostumbrada a ver la violencia como un asunto de sus vecinos; entonces el miedo se desata y hace que los barrios se blinden y los comercios se llenen de cámaras de vigilancia, sensores, cajas fuertes y guardias armados como Mario Mitchell.

La opinión pública percibe que todo viene de fuera de las fronteras y las autoridades así lo explican. “Lo que pasa es que el cambio ha sido brutal. Costa Rica no termina de aceptar la violencia mientras otros países han sido socializados históricamente en la violencia. Vivimos en medio de la región más violenta del mundo sin guerra, sociedades posconflicto llenas de gente adiestrada en el manejo de armas y con fácil acceso a ellas. Costa Rica está en medio de una mezcla explosiva”, explica Mario Zamora, ministro de Seguridad, en alusión a las consecuencias de las guerras ochenteras centroamericanas.

Zamora, un abogado de discurso alérgico a los crecientes clamores populistas de mano dura, dice confiar en la calidad institucional de Costa Rica. “Somos el país de América Latina con más jueces per cápita y con cuerpos policiales que se controlan entre sí. Todo el combate al crimen organizado ligado al narcotráfico internacional lo desarrollamos bajo las reglas del Derecho y sin desnaturalizarnos”, agrega el ministro, cuidadoso de no transgredir el discurso pacifista nacional basado en la carencia de un Ejército.

Ese optimismo tampoco le impide reconocer problemas que él llama “riesgos”. Se refiere a casos como el de un fiscal jefe que colaboraba con una banda de narcotraficantes, la evidencia de un grupo de carceleros corruptos o la detención del jefe de una importante empresa exportadora agrícola que, en realidad, trabajaba para los narcotraficantes. También el de un juez indiciado por recibir ganancias a cambio de favorecer a un sospechoso. El fiscal general, Jorge Chavarría, teme incluso por la fragilidad de los ayuntamientos costeras ante las amenazas de las redes de crimen organizado y sus fajos de dólares.

Porque en Costa Rica hay dólares. El país es más que una zona de paso para la droga al norte o un receptor de los residuos que se van quedando en el camino. “Aquí hay un mercado con capacidad de pago. Ya somos un destino final de droga”, admitió el ministro, consciente de las consecuencias de ese mercado trasnacional: circulación de dinero sucio, lavado de capitales, amenaza de corrupción pública, luchas entre bandas comercializadoras y sus desenlaces cada vez sangrientos. Entonces en la ciudadanía crece el temor a parecerse a sus países vecinos y acaba como el pequeño panadero o las miles de familias urbanas que convierten sus casas en jaulas. El paisaje en los barrios es mucho menos feliz de lo que se proyecta fronteras afuera.

 

FUENTE: internacional.elpais.com