Hay 51.577 vigilantes privados inscritos. Quizá no todos estén activos, pero, si se toma en cuenta la existencia de servicios de vigilancia totalmente informales, la suma es cuando menos el triple del número de oficiales de la Fuerza Pública. También supera por amplísimo margen las aspiraciones de la presidenta Laura Chinchilla de llegar a contar con 20.000 o 25.000 policías.
Es una fuerza enorme y armada. No representa peligro para la seguridad nacional, como en alguna ocasión se ha dicho con ánimo de exagerar, pero sí un riesgo para la ciudadanía si sobre ella no se ejercen los controles adecuados. Lamentablemente, la información publicada ayer por este diario no deja dudas sobre los inconvenientes límites de la supervisión.
Una de cada cinco empresas inscritas está bajo investigación por el desempeño irregular de sus agentes. De las 1.800 autorizadas para ofrecer servicios de vigilancia, 839 tienen el permiso vencido y 22.453 de los 51.577 vigilantes inscritos tampoco poseen una licencia al día.
Cuatro empresas han conseguido subsistir sin renovar permisos durante 16 años. Es un número reducido en relación con el total, pero el tiempo transcurrido en condición irregular dice mucho de la supervisión ejercida sobre el sector. Unas 440 compañías llevan entre 5 y 15 años con los permisos vencidos.
La renovación de permisos y licencias es importante, entre otras razones, porque en ese momento la Dirección de Servicios de Seguridad Privados del Ministerio de Seguridad Pública aprovecha para revisar el cumplimiento de los requisitos, incluyendo la falta de cuentas pendientes con la justicia.
La laxitud de la supervisión se confabula con las debilidades del control de armas para crear una situación de peligro. Casi el 98% de los candidatos a portar armas de fuego aprueban los exámenes psicológicos. La Fiscalía del Colegio de Psicólogos investigó los hechos subyacentes a la extraña estadística y alertó sobre importantes fallas en la administración de las pruebas. En algunos casos, los exámenes se hacen con excesiva ligereza y, en otros, hay indicios de corrupción.
Las empresas de vigilancia privada no nacen del vacío. Son producto de una realidad social que justifica su existencia. Llenan una necesidad que el Estado no ha podido satisfacer, aunque está llamado a hacerlo por naturaleza. Aceptadas esas circunstancias, es necesario brindar a la ciudadanía seguridades de la correcta prestación del servicio. Sin embargo, no faltan ejemplos de abuso y malas prácticas.
Los vecinos de un residencial en Curridabat, lejos de hallar protección en la empresa de vigilancia contratada para brindar seguridad al barrio, terminaron por denunciar maltratos y prácticas abusivas, como obligar a las visitas a bajar del auto para registrarlas. También hubo denuncias de golpes e injustificados disparos al aire. Quienes rechazaron los servicios, encontraron sus casas marcadas con la leyenda “Aquí no protegemos” y, tres meses más tarde, cuatro de esas viviendas fueron violadas en un solo día. Uno de los vigilantes contratados por la empresa tenía antecedentes por agresión con arma, venta de drogas, robo de autos y amenazas.
Según la Dirección de Servicios de Seguridad Privados, el de Curridabat es el caso más grave de cuantos tienen bajo investigación, pero no es la única denuncia entre cuyos elementos figura la agresión. Los servicios de seguridad contratados en bares están entre los denunciados por hechos violentos.
La Dirección tarda, en promedio, unos seis meses para investigar e imponer sanciones, pero los castigos establecidos por ley carecen de un rigor acorde con la importancia del servicio y los valores en juego. Quienes dejen vencer los permisos se exponen a pagar entre 10 y 30 días de multa, una suma insuficiente para sufragar siquiera el costo de la investigación. La cancelación definitiva del permiso también es posible, pero nada garantiza que los infractores se abstendrán de crear una sociedad para tramitar otra autorización, y borrón y cuenta nueva.
El director de la empresa contratada en Curridabat acumula varias causas judiciales por amenazas, coacción y lesiones. Además, fue sentenciado a ocho años de cárcel por robo en noviembre del 2001, pero el permiso de operación fue concedido a una sociedad anónima.